PORTADA
QUIÉN ERA PLUTARCO?
VIDAS PARALELAS
Los personajes
1. Teseo
& Rómulo
2. Licurgo & Numa
Pompilio
3. Solón & Publícola
4. Temístocles &
Camilo
5. Pericles & Fabio
Máximo
6. Coriolano & Alcibíades
7. Emilio Paulo & Timoleón
8. Pelópidas & Marcelo
9. Arístides & Catón
10. Filopemen & Tito
11. Pirro & Cayo
Mario
12. Lisandro & Sila
13. Cimón & Lúculo
14. Nicias & Craso
15. Alejandro & Julio
César
16. Agesilao & Pompeyo
17. Sertorio & Eumenes
18. Foción & Catón
el Joven
19. Agis y Cleómenes
& Tiberio y Gaio
Graco
20. Demóstenes &
Cicerón
21. Demetrio & Antonio
22. Dión & Bruto
23. Artajerjes y Arato
& Galba y Otón
SOLÓN
I. Dídimo el Gramático, en su comentario contra Asclepíades de las tablas de Solón, trae el aserto de cierto Filocles en que se da a Euforión por padre de Solón, contra el sentir común de todos cuantos han hecho mención de este legislador, porque todos a una voz dicen que fue hijo de Execéstidas, varón que en la hacienda y poder sólo gozaba de una medianía entre sus ciudadanos; pero de una casa muy principal en linaje, por cuanto descendía de Codro. De la madre de Solón refiere Heraclides Póntico que era prima de la de Pisístrato; y al principio hubo gran amistad entre los dos por el parentesco y por la buena disposición y belleza, estando enamorado Solón de Pisístrato, según la relación de algunos. Por esta razón probablemente cuando más adelante se suscitó diferencia entre ambos acerca de las cosas públicas, nunca la enemistad produjo grandes desazones, sino que duró en sus almas aquella primera inclinación, la cual mantuvo la memoria y cariño antiguo, como llama todavía viva de un gran fuego. Por otra parte, que Solón no se dominaba en punto a inclinaciones desordenadas, ni era fuerte para contrarrestar al amor como con mano de atleta, puede muy bien colegirse de sus poemas, y de la ley que hizo prohibiendo a los esclavos el usar de ungüentos y el requerir de amores a los jóvenes, pues parece que puso ésta entre las honestas y loables inclinaciones, y que con repeler de ella a los indignos convidaba a los que no tenía por tales. Dícese también de Pisístrato que tuvo amores con Carmo, y que consagró en la Academia la estatua del Amor, donde toman el fuego los que corren el hacha sagrada.
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PERICLES
I. Viendo César en Roma
ciertos forasteros ricos que se complacían en tomar y llevar en
brazos perritos y monitos pequeños, les preguntó, según parece,
si las mujeres en su tierra no parían niños; reprendiendo por
este término, de una manera verdaderamente imperatoria, a los
que la inclinación natural que hay en nosotros al amor y afecto
familiar, debiéndose a solos los hombres, la trasladan a las bestias.
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Departamento de Filología Clásica. Universidad de Salamanca
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OVIDIO
Clásico Romano autor de Ars Amandi
POLIBIO
El historiador más prestigioso de la antigüedad
SOFOCLES
Poeta y padre del Teatro Clásico
|
CICERÓN
I. Dícese de la madre de Cicerón,
Helvia, haber sido de buena familia y de recomendable conducta;
pero en cuanto al padre todo es extremos: porque unos dicen que
nació y se crió en un lavadero, y otros refieren
el origen de su linaje a Tulio Acio, que reinó gloriosamente
sobre los Volscos. El primero de la familia que se llamó
Cicerón parece que fue persona digna de memoria, y que
por esta razón sus descendientes, no sólo no dejaron
este sobrenombre, sino que más bien se mostraron ufanos
con él, sin embargo de que para muchos era objeto de sarcasmos;
porque los latinos al garbanzo le llaman Cicer, y aquel tuvo en
la punta de la nariz una verruga aplastada, a manera de garbanzo,
que fue de donde tomó la denominación, y de este
Cicerón cuya vida escribimos ha quedado memoria de que
proponiéndole sus amigos, luego que se presentó
a pedir magistraturas y tomó parte en el gobierno, que
se quitara y mudara aquel nombre, les respondió con jactancia
que él se esforzaría a hacer más ilustre
el nombre de Cicerón que los Escauros y Cátulos.
Siendo cuestor en Sicilia, hizo a los dioses una ofrenda de plata,
en la que inscribió sus dos primeros nombres, Marco y Tulio,
y en lugar del tercero dispuso por una especie de juego que el
artífice grabara al lado de las letras un garbanzo. Y esto
es lo que hay escrito acerca del nombre.
II. Dicen que nació Cicerón, habiéndole
dado a luz su madre sin trabajo y sin dolores, el día 3
de enero, en el que ahora los magistrados hacen plegarias y sacrificios
por el emperador. Parece que su nodriza tuvo una visión,
en la que se le anunció que criaba un gran bien para todos
los romanos. Esto, que comúnmente debe ser tenido por delirio
y por quimera, hizo ver Cicerón bien pronto que había
sido una verdadera profecía: porque llegado a la edad en
que se empieza a aprender, sobresalió ya por su ingenio,
y adquirió nombre y fama entre sus iguales, tanto, que
los padres de éstos iban a las escuelas deseosos de conocer
de vista a Cicerón, y hacían conversación
de su admirable prontitud y capacidad para las letras; y los menos
ilustrados reprendían con enfado a sus hijos, viendo que
en los paseos llevaban por honor a Cicerón en medio. No
obstante tener un talento amante de las artes y las ciencias,
cual lo deseaba Platón, propio para abrazar toda doctrina
y no reprobar ninguna especie de erudición, se precipitó
con mayor ansia a la poesía; y se ha conservado un poemita
de cuando era muchacho, titulado Poncio Glauco, hecho en versos
tetrámetros. Adelantando en tiempo, y dedicándose
con más ardor a esta clase de estudios, fue ya tenido,
no sólo por el mejor orador, sino también por el
mejor poeta de los romanos. Su gloria y su fama en la elocuencia
permanece hasta hoy, a pesar de las grandes mudanzas que ha sufrido
el lenguaje; pero la fama poética, habiendo sobrevenido
después muchos y grandes ingenios, ha quedado del todo
olvidada y oscurecida.
III. Cuando hubo ya salido de las ocupaciones pueriles, acudió
a la escuela de Filón, que era de la secta de los académicos,
aquel a quien entre los discípulos de Clitómaco
admiraban más los romanos por su elocuencia y apreciaban
más por sus costumbres. Al mismo tiempo frecuentaba la
casa de Mucio, uno de los principales del gobierno y del Senado,
con quien hacía grandes adelantamientos en la ciencia de
las leyes; y asimismo se aplicó a la milicia bajo Sila,
durante la Guerra Mársica. Después, viendo que la
república, de sedición en sedición, caminaba
a precipitarse en la insoportable dominación de uno solo,
consagró de nuevo su vida al estudio y a la meditación,
conferenciando con los griegos eruditos y cultivando las ciencias,
hasta que, habiendo vencido Sila, pareció que la república
tomaba alguna consistencia. En este tiempo Crisógono, liberto
de Sila, habiendo denunciado los bienes de uno que decía
haber perdido la vida en la proscripción, los compró
él mismo en dos mil dracmas. Roscio, hijo y heredero del
que se decía proscrito, se mostró ofendido e hizo
ver que aquellos bienes valían doscientos cincuenta talentos,
de lo que, incomodado Sila, movió a Roscio causa de parricidio
por medio de Crisógono; y como nadie quisiese defenderle,
huyendo todos de ello por temor de la venganza de Sila, en este
abandono acudió aquel joven a Cicerón. Estimulaban
a éste sus amigos, diciéndole que con dificultad
se le presentaría nunca otra ocasión más
bella ni más propia para ganar fama; movido de lo cual
admitió la defensa, y habiendo salido con su intento, fue
admirado de todos; pero por temor de Sila hizo viaje a la Grecia,
esparciendo la voz de que lo hacía para procurar la salud,
pues en realidad era delgado y de pocas carnes y tenía
un estómago débil que no admitía sino poca
y tenue comida, y aun esto muy a deshora. La voz era fuerte y
de buen temple, pero jura y no hecha, y como su modo de decir
era vehemente y apasionado, subiendo siempre de tono la voz, se
temía que peligrase su salud.
IV. Llegado a Atenas, se aplicó a oír a Antíoco
Ascalonita, seducido de la facundia y gracia de sus discursos,
sin embargo de que no aprobaba las novedades que introducía
en los dogmas de la secta: porque ya Antíoco se había
separado de la que se llamaba academia nueva, y había desertado
de la escuela de Carnéades, o cediendo a la evidencia y
a los sentidos, o prefiriendo, como dicen algunos, por cierta
ambición, y por indisposición con los discípulos
de Clitómaco y de Filón, a todas las demás
la doctrina estoica. Mas Cicerón se mantuvo siempre en
aquellos principios, y a ellos dio su atención, teniendo
meditado, si le era preciso dejar del todo los negocios públicos,
convertir a estos estudios su vida desde el foro y la curia, para
pasarla sosegadamente entregado a la filosofía. Llególe
en esto la noticia de haber muerto Sila, y como su cuerpo, fortificado
con el ejercicio, hubiese adquirido bastante robustez, y la voz
se hubiese formado del todo, resultando ser llena, dulce al oído
y proporcionada a la constitución de su cuerpo, llamado
por una parte y rogado desde Roma por sus amigos, y exhortado
por otra de Antíoco a que se entregase a los negocios públicos,
volvió otra vez a cultivar la oratoria como un instrumento
que había de poner en ejercicio para adelantar en la carrera
política, trabajando discursos y consultando los oradores
más acreditados. Con este objeto navegó al Asia
y a Rodas, y de los oradores de Asia oyó a Jenocles de
Adramito, a Dionisio de Magnesia y a Menipo de Caria, y en Rodas
al orador Apolonio Molón, y al filósofo Posidonio.
Dícese que Apolonio, no sabiendo la lengua latina, pidió
a Cicerón que declamara en griego, y que éste tuvo
en ello gusto, juzgándolo más conducente para la
corrección. Después de haber así declamado,
todos se quedaron asombrados y compitieron en las alabanzas; sólo
Apolonio se estuvo inmóvil oyéndole, y después
que hubo concluido, permaneció en su asiento, pensativo,
por largo rato; y como Cicerón se manifestase resentido,
A ti ¡oh Cicerón!- le dijo- te admiro y te
alabo, pero duélome de la suerte de la Grecia, al ver que
los únicos bienes y ornamentos que nos habían quedado,
la ilustración y la elocuencia, son también por
ti ahora trasladados a Roma.
V. Decidiéndose, pues, a tomar parte en el gobierno, lleno
de lisonjeras esperanzas, un oráculo, sin embargo, contenía
y moderaba aquel ímpetu, pues habiendo preguntado en Delfos
al Dios cómo adquiriría grande fama, le había
aconsejado la Pitia que tomara su propia naturaleza por regulador
de su conducta, y no la opinión del vulgo. Así al
principio procedía con gran precaución, y no daba
sino, pasos muy lentos hacia las magistraturas, y aun por esto
mismo no hacían caso de él, y le motejaban con aquellos
apodos vulgares tan comunes en Roma: Griego y Ocioso. Mas siendo
él amante de gloria por carácter, y continuas las
excitaciones de su padre y sus amigos, se dedicó al fin
a la defensa de las causas, en la que no por grados llegó
a la primacía, sino que desde luego resplandeció
con brillante gloria y se aventajó mucho a todos los que
con él contendían en el foro. Dícese que,
estando en la parte de la elocución no menos sujeto a defectos
que Demóstenes, puso mucho atención en observar
al cómico Roscio y al trágico Esopo. De éste
se cuenta que, representando en el teatro a Atreo cuando deliberaba
sobre vengarse de Tiestes, como pasase casualmente uno de los
sirvientes en el momento en que se hallaba fuera de sí
con la violencia de los afectos, le dio un golpe con el cetro
y le quitó la vida; no fue poca la fuerza que de la representación
y la acción teatral tomó para persuadir la elocuencia
de Cicerón, como que de los oradores que hacían
consistir el primor de ésta en vocear mucho solía
decir con chiste que por flaqueza montaban en los gritos como
los cojos en un caballo. Su facilidad y gracia para esta clase
de agudezas y donaires bien parecía propia del foro y sazonada;
pero usando de ella con demasiada frecuencia, sobre ofender a
no pocos, le atrajo la nota de maligno.
VI Nombrósele cuestor en tiempo de carestía; y
habiéndole cabido en suerte la Sicilia, al principio se
hizo molesto a aquellos naturales por verse precisado a enviar
trigo a Roma; pero después, habiendo experimentado su celo,
su justificación y su genio apacible, le respetaron sobre
todos los magistrados que habían conocido. Sucedió
en aquella sazón que a muchos de los jóvenes más
principales y de las primeras familias se les hizo cargo de insubordinación
y falta de valor en la guerra, y habiendo sido remitidos al Tribunal
del pretor de la Sicilia, Cicerón defendió enérgicamente
su causa y los sacó libres. Venia muy engreído con
esto a Roma, y dice él mismo que le sucedió una
cosa graciosa y muy para reír, porque habiéndose
encontrado en la Campania con un ciudadano de los más principales,
a quien tenía por amigo, le preguntó qué
se decía entre los Romanos de sus hechos y cómo
se pensaba acerca de ellos, pareciéndole que toda la ciudad
había de estar llena de su nombre y de la gloria de sus
hazañas; y aquel le respondió fríamente:
¿Pues dónde has estado este tiempo, Cicerón?
Y añade que entonces decayó enteramente su ánimo,
viendo que, habiéndose perdido en la ciudad como en un
piélago inmenso la conversación que de él
se hubiese hecho, nada había ejecutado que para la gloria
hubiese tenido mérito, y habiendo entrado consigo en cuentas,
rebajó mucho de su ambición, considerando que el
trabajar por la gloria era obra infinita y en la que no se hallaba
término. Mas, sin embargo, el alegrarse con extremo de
que lo alabasen y ser muy sensible a la gloria lo conservó
hasta el fin, y muchas veces fue un estorbo para sus más
rectas determinaciones.
VII. Mas, al fin, entregado al gobierno con demasiado empeño,
tenía por cosa muy censurable que los artesanos, que sólo
emplean instrumentos y materiales inanimados, no ignoren ni el
nombre, ni el país, ni el uso de cada uno; y el político,
que para todos los negocios públicos tiene que valerse
de hombres, proceda con desidia y descuido en cuanto a conocer
los ciudadanos. Por tanto, no sólo se acostumbró
a conservar sus nombres en la memoria, sino que sabía en
qué calle habitaba cada uno de los principales, qué
posesiones tenía, qué amigos eran para él
los de mayor influjo y quiénes eran sus vecinos; y por
cualquiera parte que Cicerón caminara de la Italia podía
sin detenerse expresar y señalar las tierras y las casas
de campo de sus amigos. Siendo su hacienda no muy cuantiosa, aunque
la suficiente y proporcionada a sus gastos, causaba admiración
que no recibiese ni salario ni dones por las defensas, lo que
aun se hizo más notable cuando se encargó de la
acusación de Verres. Había sido éste pretor
de la Sicilia, donde cometió mil excesos, y persiguiéndole
los sicilianos, Cicerón hizo que se le condenara, no con
hablar, sino en cierta manera por no haber hablado; porque estando
los pretores de parte de Verres, y prolongando la causa con estudiadas
dilaciones hasta el último día, como estuviese bien
claro que esto no podía bastar para los discursos y el
juicio no llegaría a su término, levantándose
Cicerón, expresó que no había necesidad de
que se hablase y, presentando los testigos y examinándolos,
concluyó con decir que los jueces pronunciaran sentencia.
Con todo, en el discurso de esta causa se cuentan muchos y muy
graciosos chistes suyos. Porque los Romanos llaman Verres al puerco
no castrado; y habiendo querido un liberto llamado Cecilio, sospechoso
de judaizar, excluir a los sicilianos y ser él quien acusara
a Verres, le dijo Cicerón: ¿Qué tiene
que ver el judío con el puerco? Tenía Verres
un hijo ya mocito, de quien se decía que no hacía
el más liberal uso de su belleza; y motejando Verres a
Cicerón de afeminado, a los hijos- le repuso- no
se les reprende sino de puertas adentro. El orador Hortensio
no se atrevió a tomar la defensa de la causa de Verres,
pero le patrocinó al tiempo de la tasación, por
lo que recibió en precio una esfinge de marfil, y habiéndole
echado Cicerón alguna indirecta, como le respondiese que
no sabía desatar enigmas, le repuso éste con presteza:
Pues la esfinge tienes en casa.
VIII. Habiendo sido de este modo condenado Verres, tasó
Cicerón la multa que había de sufrir en setecientas
cincuenta mil dracmas; quisieron culparle presto de que por dinero
había rebajado la estimación, mas ello es que los
sicilianos le quedaron tan agradecidos, que cuando fue edil trajeron
en su obsequio muchas cosas de la isla y se las presentaron; pero
de ninguna se aprovechó, y sólo se valió
del afecto de aquellos isleños para que tuviera el pueblo
los frutos a un precio más cómodo. Poseía
una tierra bastante extensa en Arpino, y junto a Nápoles
y junto a Pompeya tenía otros dos campos no muy grandes;
la dote de su mujer Terencia era de ciento veinte mil dracmas,
y tuvo una herencia que le produjo unas noventa mil. Pues atenido
a solos estos bienes, lo pasó liberal y sobriamente con
los literatos griegos y romanos que tenía siempre consigo;
muy rara vez se ponía a la mesa antes de haber caído
el sol, no tanto por sus ocupaciones como por la enfermedad de
estómago que padecía. Por lo tocante al cuidado
de su cuerpo, en todo lo demás era nimiamente delicado
y puntual; tanto, que en las fricciones y los paseos no excedía
del número prefijado. Atendiendo de este modo a conservar
y recrear su constitución, se mantuvo sano y en disposición
de poder llevar tantas fatigas y trabajos. En cuanto a casa, la
paterna la cedió a su hermano, y él habitaba junto
al Palacio para que no sintieran los que le visitaban la mortificación
que habrían de sentir si fueran de más lejos, y
le visitaban diariamente tantos a lo menos como a Craso por su
riqueza y a Pompeyo por su gran poder en los ejércitos,
que eran los dos personajes más admirados y de mayor autoridad
entre los Romanos, y aun Pompeyo mismo cultivaba la amistad de
Cicerón, cuyo consejo y auxilio en los asuntos de gobierno
le sirvieron mucho para el acrecentamiento de su poder y su gloria.
IX. Pidieron al mismo tiempo que él la Pretura muchos
y muy distinguidos ciudadanos, entre los que fue, sin embargo,
elegido el primero de todos, y los juicios parece que los despachó
íntegra y rectamente. Refiérese que juzgado por
él en causa de malversación Licinio Macro, varón
por sí mismo de gran poder en la ciudad, y sostenido además
por la protección de Craso, confiando demasiado en el favor
de éste y en los pasos que se habían dado, se marchó
a casa cuando todavía los jueces estaban dando los votos,
e hizo que inmediatamente le cortaran el cabello; se vistió
de blanco, como si ya hubiera vencido en el juicio, y se dirigía
otra vez al Tribunal; y que habiéndole encontrado Craso
en el atrio, y anunciándole que había sido condenado
por todos los votos, se volvió adentro, se puso en cama
y murió, suceso que concilió a Cicerón la
opinión de que había dirigido con celo el Tribunal.
Sucedió que Vatinio, hombre áspero, acostumbrado
a no tratar con el mayor respeto a los magistrados en sus discursos,
y que tenía el cuello plagado dé lamparones, pedía
una cosa a Cicerón, y como no la concediese, sino que se
parase a pensar por algún tiempo, le dijo aquel que si
él fuera pretor no tardaría tanto en decidir; a
lo que Cicerón contestó con viveza: Es que
yo no tengo tanto cuello. Cuando no le quedaban más
que dos o tres días de magistratura le presentó
uno a Manilio, a quien acusaba de malversación; y es de
advertir que este Manilio gozaba del aprecio y favor del pueblo
por creerse que en él se hacía tiro a Pompeyo, de
quien era amigo. Pedía término, y Cicerón
no le concedió más que el día, siguiente,
lo que llevó a mal el pueblo, porque acostumbraban los
pretores a conceder diez días cuando menos a los que sufrían
un juicio. Citábanle, pues, para ante el pueblo los tribunos
de la plebe, haciéndole reconvenciones y acusándole;
pero habiendo pedido que se le oyese, dijo: Que habiendo
tratado siempre a los reos con toda la equidad y humanidad que
las leyes permitían, le había parecido muy duro
no tratar del mismo modo a Manilio, y no quedándole ya
más que un solo día de pretor, aquel era el que
de intento le había dado por término; porque remitir
el juicio a otro magistrado entendía que no era de quien
deseaba favorecer. Produjeron estas palabras una gran mudanza
en el pueblo; así es que, celebrándole con los mayores
elogios, le rogaron que se encargara de la defensa de Manilio.
Prestóse a ello de buena voluntad en consideración
también a Pompeyo, ausente, y habiendo tomado el negocio
desde su principio, habló con energía contra los
fautores de la oligarquía y enemigos por envidia de Pompeyo.
X. A pesar de esto, para el Consulado fue generalmente protegido
de todos, no menos de la facción del Senado que de la muchedumbre,
poniéndose de su parte unos y otros con este motivo. Verificada
la mudanza que Sila introdujo en el gobierno, aunque al principio
se tuvo por repugnante, entonces ya parecía haber tomado
cierta estabilidad, con la que el pueblo comenzaba a hallarse
bien por el hábito y la costumbre; pero no faltaban genios
turbulentos que trataban de mover y trastornar el estado presente,
no con la mira de mejorarlo, sino con la de saciar sus pasiones,
valiéndose de la ocasión de estar todavía
Pompeyo ocupado en la guerra contra los reyes del Ponto y la Armenia
y de no existir en Roma fuerzas de alguna consideración.
Tenían éstos por corifeo a Lucio Catilina, hombre
osado, resuelto y de sagaz y astuto ingenio, el cual, además
de otros muchos y muy graves crímenes, era inculpado entonces
de vivir incestuosamente con su hija, de haber dado muerte a un
hermano y de que, por temor de que sobre este hecho atroz se le
formara causa, había alcanzado de Sila que lo incluyera
en las listas de los proscritos a muerte, como si todavía
viviese. Tomando, pues, a éste por caudillo toda la gente
perdida, se dieron mutuamente muchas seguridades, siendo una de
ellas la de haber sacrificado un hombre y haber comido de su carne.
Sedujo además Catilina a una gran parte de la juventud,
proporcionando a cada uno placeres, comilonas y trato con mujerzuelas
y suministrando el caudal para todos estos desórdenes Estaba
fuera de esto dispuesta a sublevarse toda la Toscana y la mayor
parte de la Galia llamada Cisalpina. La misma Roma estaba muy
próxima a alterarse por la desigualdad de las fortunas,
pues los más nobles y principales habían desperdiciado
las suyas en teatros, banquetes, competencias de mando y obras
suntuosas, y la riqueza había ido a parar en la gente más
baja y ruin de la ciudad; de manera que se necesitaba de muy poco
esfuerzo y le era muy fácil a cualquier atrevido hacer
caer un gobierno que de suyo era débil y caedizo.
XI Mas para partir Catilina de un principio seguro, pedía
el Consulado y se lisonjeaba de que saldría cónsul
con Gayo Antonio, hombre que por sí no era propio para
estar al frente de nada, ni bueno ni malo; pero que daría
peso al poder ajeno. Previéndolo así la mayor parte
de los honestos y buenos ciudadanos, movieron a Cicerón
a que se presentara competidor, y siendo muy bien recibido del
pueblo, quedó desairado Catilina, y fueron elegidos Cicerón
y Gayo Antonio, a pesar que de todos los candidatos sólo
Cicerón era hijo de padre que pertenecía al orden
ecuestre y no al senatorio.
XII. Aunque todavía eran entonces ignorados de la muchedumbre
los intentos de Catilina, no faltaron, sin embargo, grandes altercados
y contiendas desde el principio del consulado de Cicerón.
De una parte, los que por las leyes de Sila no podían ejercer
autoridad, que no eran pocos ni carecían de influjo, al
pedir las magistraturas hablaban al pueblo, acusando la tiranía
de Sila, en gran parte con verdad y justicia, y querían
hacer en el gobierno mudanzas que ni eran convenientes ni la sazón
oportuna. De otra, los tribunos de la plebe proponían leyes
análogas y por el mismo término, para crear decenviros
con plena autoridad, haciéndolos árbitros en toda
la Italia, toda la Siria y cuanto recientemente había sido
adquirido por Pompeyo, para vender los terrenos públicos,
juzgar libremente y sin sujeción, restituir los desterrados,
fundar colonias, tomar caudales del Tesoro público y reclutar
y mantener tropas en el número que necesitasen; por lo
cual algunos de los principales ciudadanos se adherían
a la ley, y el primero entre ellos Antonio, el colega de Cicerón,
por esperar que había de ser uno de los diez. Parecía
además que, sabedor de las novedades meditadas por Catilina,
no le desagradaban por sus muchas deudas, que era lo que principalmente
hacía temer a los amantes del bien; y esto fue lo primero
que acudió a remediar Cicerón. Porque a aquel le
decretaron en la distribución de las provincias la Macedonia,
y habiendo adjudicado a Cicerón la Galia, la renunció;
con este favor se atrajo a Antonio para que, como actor asalariado,
hiciera el segundo papel en la salvación de la patria.
Cuando ya éste quedó así sujeto y dócil,
cobrando Cicerón mayores bríos, se opuso de frente
a los innovadores; e impugnando, y en cierta manera acusando en
el Senado la ley, de tal modo aterró a los que querían
hacerla pasar, que no se atrevieron a contradecirle. Hicieron
nueva tentativa, y como, yendo prevenidos, citasen a los cónsules
ante el pueblo, no por eso se acobardó Cicerón,
sino que ordenó que le siguiese el Senado, y presentándose
en la junta pública, además de conseguir que se
desechara la ley, hizo que los tribunos desistieran de otros planes.
¡De tal modo los confundió con su discurso!
XXIII. Porque Cicerón fue el que hizo ver a los Romanos
cuánto es el placer que la elocuencia concilia a lo que
es honesto, que lo justo es invencible, si se sabe decir, y que
el que gobierna con celo en las obras debe siempre preferir lo
honesto a lo agradable, y en las palabras quitar de lo útil
y provechoso lo que pueda ofender. Otra prueba de su gracia y
poder en el decir es lo que sucedió siendo cónsul,
con motivo de la ley de espectáculos; porque antes los
del orden ecuestre estaban en los teatros confundidos con la muchedumbre,
sentándose con ésta donde cada uno podía,
y el primero que por honor separó a los caballeros de los
demás ciudadanos fue el pretor Marco Otón, asignándoles
lugar determinado y distinguido, que es el que todavía
conservan. Túvolo el pueblo a desprecio, y al presentarse
Otón en el teatro, empezó por insulto a silbarle,
y los caballeros le recibieron con grande aplauso y palmadas.
Continuó el pueblo en los silbidos, y éstos otra
vez en los aplausos, de lo cual se siguió volverse unos
contra otros, diciéndose injurias y denuestos, siendo suma
la confusión y alboroto que se movió en el teatro.
Compareció Cicerón luego que lo supo, y como habiendo
llamado al pueblo al templo de Belona, le hubiese increpado el
hecho y exhortádole a la obediencia, cuando otra vez se
restituyeron al teatro aplaudieron mucho a Otón y compitieron
con los caballeros en darle muestras de honor y de aprecio.
XIV. La sedición de Catilina, que al principio había
sido contenida y acobardada, cobró de nuevo ánimo,
reuniéndose los conjurados y exhortándose a tomar
con viveza la empresa antes que llegara Pompeyo, de quien ya se
decía que volvía con el ejército. Inflamaban
principalmente a Catilina los soldados viejos del tiempo de Sila,
que andaban fugitivos por toda la Italia, y esparcidos el mayor
número de ellos y los más belicosos por las ciudades
de Toscana, no soñaban en otra cosa que en volver a los
robos y saqueos. Estos, pues, teniendo por caudillo a Manlio,
que había sido uno de los que con más gloria habían
militado bajo las órdenes de Sila, se unieron a la conjuración
de Catilina y se presentaron en Roma a ayudarle en los comicios
consulares. Porque pedía otra vez el Consulado, teniendo
resuelto dar muerte a Cicerón en medio del tumulto de los
comicios. Parecía que hasta los dioses anunciaban de antemano
lo que iba a suceder con terremotos, truenos y fantasmas. Las
denuncias de los hombres bien eran ciertas; pero todavía
no podían darse a luz contra un hombre tan ilustre y poderoso
como Catilina. Por tanto, dilatando Cicerón el día
de los comicios, llamó a Catilina al Senado y le preguntó
acerca de las voces que corrían. Éste, que juzgaba
ser muchos en el Senado los que estaban por las novedades, poniéndose
a mirar a los conjurados, dio tranquilamente a Cicerón
esta respuesta: ¿Se podrá tener por cosa muy
extraña, habiendo dos cuerpos, de los cuales el uno está
flaco y moribundo, pero tiene cabeza, y el otro es fuerte y robusto,
mas carece de ella, el que yo le ponga cabeza a éste?
Quería designar con estas expresiones enigmáticas
al Senado y al pueblo, por lo que entró Cicerón
en mayores recelos, y vistiéndose una coraza, todos los
principales de la ciudad y muchos de los jóvenes le acompañaron
desde su casa al campo de Marte. Llevaba de intento descubierta
un poco la coraza, habiendo desatado la túnica por los
hombros, a fin de dar a entender a los que le viesen el peligro.
Indignados con esto, se le pusieron alrededor, y, por fin, hecha
la votación, excluyeron por segunda vez a Catilina y designaron
cónsules a Silano y Murena.
XV. De allí a poco, dispuestos ya a reunirse con Catilina
los de la Toscana, y no estando lejos el día señalado
para dar el golpe, vinieron a casa de Cicerón, a la media
noche, los primeros y más autorizados entre los ciudadanos:
Marco Craso, Marco Marcelo y Escipión Metelo. Llamaron
a la puerta, y haciendo venir al portero, le mandaron que despertara
a Cicerón y le enterara de su venida, la cual tuvo este
motivo. Estando Craso cenando, le entregó su portero unas
cartas traídas para un hombre desconocido, y dirigidas
a varios, y entre ellas una anónima al mismo Craso. Levó
esta sola, y como viese que lo que anunciaba era que habían
de hacerse muchas muertes por Catilina, exhortándole a
que saliera de la ciudad, ya no abrió las otras, sino que
al punto se fue en busca de Cicerón, asustado de anuncio
tan terrible, y también para disculparse a causa de la
amistad que tenía con Catilina. Habiendo meditado Cicerón
sobre lo que debería hacerse, al amanecer congregó
el Senado, y llevando consigo todas las cartas, las entregó
a las personas que designaban los sobrescritos, mandando que las
leyeran en voz alta. Todas se reducían a anunciar el peligro
y las asechanzas de una misma manera; y con aviso que dio Quinto
Arrio, que había sido pretor, de que en la Toscana se había
reclutado gente, y noticia que se tuvo de que Manlio andaba inquieto
por aquellas ciudades, dando a entender que esperaba grandes novedades
de Roma, tomó el Senado la determinación de encomendar
la república al cuidado de los cónsules, para que
vieran y escogitaran los medios de salvarla; determinación
que no tomaba el Senado muchas veces, sino sólo cuando
amenazaba algún grave mal.
XVI Conferida a Cicerón esta autoridad, los negocios de
afuera los confió a Quinto Metelo, tomando él a
su cargo el cuidado de la ciudad, para lo que andaba siempre guardado
de tanta gente armada, que cuando bajaba a la plaza ocupaban la
mayor parte de ella los que le iban acompañando. Catilina,
no pudiendo sufrir tanta dilación, determinó pasar
al ejército que tenía reunido Manlio, dejando orden
a Marcio y a Cetego de que por la mañana temprano se fueran
armados con espadas a casa de Cicerón como para saludarle,
y arrojándose sobre él le quitaran la vida. Dio
aviso a Cicerón de este intento Fulvia, una de las más
ilustres matronas, yendo a su casa por la noche y previniéndole
que se guardara de Cetego. Presentáronse aquellos al amanecer,
y no habiéndoles dejado entrar, se enfadaron y empezaron
a gritar delante de la puerta, con lo que se hicieron más
sospechosos. Cicerón salió entonces de casa y convocó
al Senado para el templo de Júpiter Ordenador, al que los
Romanos llaman Estator, construido al principio de la Vía
Sacra, como se va al Palacio. Pareció allí Catilina
entre los demás como para justificarse, pero ninguno de
los senadores quiso tomar asiento con él, sino que se mudaron
de aquel escaño; habiendo empezado a hablar le interrumpieron,
hasta que, levantándose Cicerón, le mandó
salir de la ciudad, porque no usando el cónsul más
que de palabras, y empleando él las armas, debían
tener las murallas de por medio. Salió, pues, Catilina
inmediatamente con trescientos hombres armados, haciéndose
preceder de las fasces y las hachas, y llevando insignias enhiestas,
como si ejerciera mando supremo, y se fue en busca de Manlio.
Llegó a juntar unos veinte mil hombres, y recorrió
las ciudades, seduciéndolas y excitándolas a la
rebelión, por lo que, siendo ya cierta e indispensable
la guerra, se dio orden a Antonio de que marchara a reducirle.
XVII- A los que habían quedado en la ciudad de los corrompidos
por Catilina los reunió y alentó Cornelio Léntulo,
llamado por apodo Sura, hombre principal en linaje, pero disoluto
y desarreglado y expelido antes del Senado por su mala conducta;
entonces era otra vez pretor, como se acostumbra hacer con los
que quieren recobrar la dignidad senatorial. Dícese que
el apodo de Sura se le impuso con este motivo: en el tiempo de
Sila era cuestor, y perdió y disipó crecidas sumas
de los fondos públicos, y como irritado Sila le pidiese
cuentas en el Senado, presentóse con altanería y
desvergüenza y dijo que no estaba para dar cuentas; que lo
que haría sería presentar la pierna, como lo ejecutan
los muchachos cuando hacen faltas jugando a la pelota. De aquí
le vino el llamarse Sura, porque los Romanos le dicen Sura a la
pierna. Seguíasele otra vez una causa, y habiendo sobornado
a alguno de los jueces, como saliese absuelto por solos los dos
votos más, dijo que había sido perdido lo que había
gastado en uno de los jueces, porque a él le habría
bastado ser absuelto por uno más. Siendo él tal
por su carácter, después de seducido por Catilina,
acabaron de trastornarle con vanas esperanzas agoreros y embelecadores
mentirosos, cantándole versos y oráculos forjados,
como si fueran de las sibilas, en los que se decía estar
dispuesto por los hados que hubiera en Roma tres Cornelios monarcas,
habiéndose ya cumplido en dos el oráculo, en Cina
y en Sila, y que ahora al tercer Cornelio que restaba venía
su buen Genio, trayéndole la monarquía; por tanto,
que debía apercibirse a recibirla y no malograr la ocasión
con dilaciones como Catilina.
XVIII. No era, por tanto, cosa de poca monta o que no hubiera
de hacer ruido lo que meditaba Léntulo, pues que su resolución
era acabar con todo el Senado y de los demás ciudadanos
con cuantos pudiera, poniendo después fuego a la ciudad,
sin reservar ninguna otra persona que los hijos de Pompeyo, de
los que se apoderarían, teniéndolos y guardándolos
bajo sus órdenes, como rehenes para transigir con Pompeyo,
porque ya se hablaba mucho y con bastante fundamento de que volvía
del ejército grande. Habíase señalado para
la ejecución una de las noches de los Saturnales, y acopiando
espadas, estopa y azufre, lo habían llevado todo a casa
de Cetego, y allí lo tenían reservado. Estaban además
prontos cien hombres, y partiendo en otros tantos distritos a
Roma, a cada uno le habían asignado por suerte el suyo,
para que, siendo muchos a dar fuego, en breve tiempo ardiera por
todas partes la ciudad. Estaban otros encargados de tapar y obstruir
las cañerías y de dar muerte a los aguadores. Mientras
se formaban estos proyectos se hallaban en Roma dos embajadores
de los Alóbroges, gente entonces muy castigada y que sufría
muy mal el yugo. Pensando, pues, Cetego que éstos podrían
serle muy útiles para alborotar y sublevar la Galia, los
hicieron de la conjuración dándoles cartas para
aquel Senado y para Catilina: las del Senado ofreciendo a aquel
pueblo la libertad, y las de Catilina exhortándole a que
diera libertad a los esclavos y viniera sobre Roma. Enviaron con
ellos a Catilina un tal Tito de Cretona para que llevara las cartas.
Unos hombres como éstos, inconsiderados, y que todas sus
determinaciones las tomaban cargados de vino y a presencia de
mujerzuelas, las habían con Cicerón, hombre sobrio,
de gran juicio y que por la ciudad tenía muchos espías
para observar lo que pasaba y venir a referírselo. Fuera
de esto, como hablase reservadamente con muchos de los que parecían
tener parte en la conjuración, y se fiase de ellos, tuvo
conocimiento de las proposiciones hechas a aquellos extranjeros,
y estando en acecho una noche, prendió al Crotoniata y
ocupó las cartas, auxiliandole encubiertamente los Alóbroges.
XIX. A la mañana siguiente congregó el Senado en
el templo de la Concordia, donde se leyeron las cartas y se examinó
a los denunciadores; a lo que añadió Junio Silano
que había quien oyó de boca de Cetego que habían
de morir tres cónsules y cuatro pretores, refiriendo esto
mismo y otras particularidades Pisón, varón consular.
Envióse asimismo a la casa de Cetego a Gayo Sulpicio, uno
de los pretores, y encontró en ella muchos dardos y armas
de toda especie, y muchas espadas y sables, todos recién
afilados. Finalmente, habiendo decretado el Senado la impunidad
al Crotoniata si declaraba, denunciado y convencido Léntulo,
renunció la magistratura, porque se hallaba de pretor,
y despojándose en el Senado mismo de la toga pretexta,
tomó el vestido conveniente a su situación. Así
éste como los que estaban con él fueron entregados
a los pretores para que sin prisiones los tuvieran en custodia.
Era la hora de ponerse el sol, y estando en expectación
numeroso pueblo, salió Cicerón, y dando cuenta a
los ciudadanos de lo ocurrido, acompañado de gran gentío,
se entró en la casa de un vecino y amigo, porque la suya
la ocupaban las mujeres, celebrando con orgías y ritos
arcanos a la diosa que los Romanos llaman Bona y los griegos Muliebre.
Sacrifícasele cada año en la casa del cónsul
por su mujer o su madre con asistencia de las vírgenes
vestales. Entrando, pues, Cicerón en la casa acompañado
solamente de unos cuantos, se puso a pensar qué haría
de aquellos hombres, porque la pena última correspondiente
a tan graves crímenes se le resistía, y no se determinaba
a imponerla por la bondad de su carácter, y también
porque no pareciese que se dejaba arrebatar demasiado de su poder
y usaba de sumo rigor con unos hombres de las primeras familias
y que tenían en la ciudad amigos poderosos. Mas, por otra
parte, si los trataba con blandura temía el peligro que
de ellos le amenazaba, pues que no se darían por contentos
si les imponía alguna pena, aunque no fuera la de muerte,
sino que se arrojarían a todo, reforzada su perversidad
antigua con el nuevo encono, y además él mismo se
acreditaría de cobarde y flojo, cuando ya no tenía
opinión de muy resuelto.
XX. Mientras Cicerón se hallaba combatido con estas dudas
las mujeres en el sacrificio que hacían observaron un portento,
porque el ara, cuando parecía que el fuego estaba ya apagado,
de la ceniza y de algunas cortezas quemadas levantó mucha
y muy clara llama; las demás se mostraron asustadas, pero
las sagradas vírgenes dijeron a Terencia, mujer de Cicerón,
que fuera cuanto antes en busca de su marido y le exhortara a
poner por obra lo que tenía meditado en bien de la patria,
pues la diosa había dado aquella gran luz en salud y gloria
del mismo. Terencia, que por otra parte no era encogida ni cobarde
por carácter, sino mujer ambiciosa, y que, como dice el
mismo Cicerón, más bien tomaba parte en los cuidados
políticos del marido que la daba a éste en los negocios
domésticos, marchó al punto a darle parte de lo
sucedido, y lo incitó contra los conspiradores, ejecutando
lo mismo Quinto, su hermano, y de los amigos que tenía
con motivo de su estudio en la filosofía, Publio Nigidio,
de cuyo consejo se valía principalmente en los asuntos
políticos de importancia. Tratándose, pues, al día
siguiente en el Senado del castigo de los conjurados, Silano,
que fue el primero a quien se preguntó su dictamen, dijo:
que traídos a la cárcel deberían sufrir
la última pena y todos seguidamente se adhirieron
a él, hasta Gayo César, el que fue dictador después
de estos sucesos. Era todavía joven y estaba dando los
primeros pasos para su acrecentamiento, mas en su conducta pública
y en sus esperanzas ya marchaba por aquella senda por la que convirtió
el gobierno de la república en monarquía. Ninguna
sospecha tenían contra él los demás, y aunque
a Cicerón no le faltaban motivos para ella, no había
dado asidero para que se le hiciera cargo, diciendo algunos que
estando muy cerca de caer en la red se había escapado de
ella; pero otros son de sentir que con conocimiento se desentendió
Cicerón de la denuncia que contra él tenía
por miedo de su poder y el de sus amigos, pues era cosa averiguada
que más bien se llevaría César tras sí
a los otros para salud que éstos a César para castigo.
XXI Llegada, pues, su vez de votar, levantándose, expresó
que no se debía quitar la vida a los culpados, sino confiscar
sus bienes, y llevándolos a las ciudades de Italia que
a Cicerón le pareciese, tenerlos en prisión hasta
que se hubiese acabado con Catilina. A este dictamen, benigno
en sí y esforzado por un hombre elocuente, le dio mayor
valor Cicerón, porque, levantándose, se propuso
hacer de los dos uno, tomando parte del primero, y conviniendo
en parte con César; y como todos sus amigos creyesen que
a Cicerón le convenía más adoptar el dictamen
de César, porque habría menos motivo de queja contra
él no quitando la vida a los reos, prefirieron esta segunda
sentencia: tanto, que reformó también su voto Silano,
y lo explicó diciendo que por última pena no había
querido entender la de muerte, puesto que para un senador romano
lo era la cárcel. Dada por César esta sentencia,
el primero que la contradijo fue Lutacio Cátulo, y después,
tomando la palabra Catón, como recriminase con vehemencia
a César por las sospechas que contra él había,
excitó de tal modo la indignación del Senado, que
condenaron a los culpables a muerte. En cuanto a la confiscación
de los bienes, se opuso César, diciendo no ser puesto en
razón, pues que se había desechado la parte benigna
de su dictamen, que quisieran aplicar la de mayor rigor. Eran
no obstante muchos los que en esto insistían, por lo que
hizo llamar a los tribunos de la plebe, y como éstos no
se prestasen a sostenerle, cedió Cicerón, y por
sí mismo quitó la parte de la confiscación
de los bienes.
XXII. Partió, pues, con el Senado en busca de los detenidos,
que no estaban en una misma parte todos, sino que de los pretores
uno custodiaba a uno y otro a otro. Léntulo fue el primero
a quien trajeron del Palacio por la Vía Sacra y por medio
de la plaza, cercado y custodiado por los primeros ciudadanos,
estando el pueblo asombrado de lo que, veía y presenciándolo
en silencio; los jóvenes principalmente, como si se les
iniciara en los misterios patrios de la potestad aristocrática,
lo estaban mirando con miedo y con terror. Luego que hubieron
pasado de la plaza y llegado a la cárcel, hizo entrega
Cicerón de Léntulo al carcelero, y le mandó
darle muerte; enseguida de éste a Cetego, y del mismo modo,
trayendo a los demás, se les quitó la vida. Observando
que todavía se hallaban reunidos en la plaza muchos de
los conjurados, ignorantes de lo que pasaba, y esperando la noche
para extraer a los detenidos, que todavía creían
vivos y con bastante poder, les dirigió la palabra en voz
alta, diciéndoles: Vivieron; porque los Romanos,
para no usar de una voz que tienen a mal agüero, significan
de este modo el haber muerto. Declinaba ya la tarde, y por la
plaza subió a su casa, acompañándole los
ciudadanos, no ya en silencio ni guardando orden, sino recibiéndole
con voces y señales de aplauso los que se hallaban al paso
y dándole los nombres de salvador y fundador de la patria.
Ilumináronse las calles, y los que estaban en las puertas
sacaban faroles y antorchas. Las mujeres desde lo alto se mostraban
por respeto y por deseo de ver al cónsul, que subía
con el brillante acompañamiento de los principales ciudadanos,
muchos de los cuales, habiendo acabado peligrosas guerras, entrado
en triunfo y ganado para la república gran parte de la
tierra y del mar, iban confesando de unos a otros que a muchos
de sus generales y caudillos era deudor el pueblo romano de riqueza,
de despojos y de poder, pero de seguridad y salvación sólo
a Cicerón, que lo había sacado de tan grave peligro;
no estando lo maravilloso en haber atajado tan criminales proyectos,
sino en haber apagado la mayor conjuración que jamás
hubiese habido con tan poca sangre y sin alboroto ni tumulto.
Porque la mayor parte de los que habían ido a reunirse
con Catilina, apenas supieron lo ocurrido con Léntulo y
Cetego lo abandonaron y huyeron, y combatiendo contra Antonio
con los que le habían quedado, él y el ejército
fueron deshechos.
XXIII. No obstante esto, no dejaba de haber algunos que se preparaban
a molestar a Cicerón de obra y de palabra por los pasados
sucesos al frente de los cuales estaban los que habían
de entrar en las magistraturas: César, que iba a ser pretor,
y Metelo y Bestia, tribunos de la plebe. Posesionáronse
éstos en sus cargos cuando todavía Cicerón
había de ejercer el Consulado por algunos días,
y no le dejaron arengar al pueblo, sino que, poniendo sillas en
la tribuna, no le dieron lugar, ni se lo permitieron, como no
fuera solamente para renunciar y abjurar el Consulado si quería,
bajándose luego. Presentóse, pues, como para renunciar,
y prestándole todos silencio hizo no el juramento patrio
y acostumbrado en tales casos, sino otro particular y nuevo: que
juraba haber salvado la patria y afirmado la república;
y este mismo juramento hizo con él todo el pueblo. Irritados
más con esto César y los tribunos, pensaron cómo
suscitar nuevos disgustos a Cicerón, para lo cual dieron
una ley llamando a Pompeyo con su ejército, a fin de destruir,
decían, la dominación de Cicerón, pero era
para éste y para toda la república de grandísima
utilidad el que se hallase de tribuno de la plebe Catón,
para contrarrestar los intentos de aquellos con igual autoridad
y con mayor reputación, pues fácilmente los desbarató,
y en sus discursos al pueblo ensalzó de tal modo el consulado
de Cicerón, que se le decretaron los mayores honores que
nunca se habían concedido y se le llamó públicamente
padre de la patria, siendo él el primero a quien parece
haberse dispensado este honor por haberle así apellidado
Catón ante el pueblo.
XXIV. Grande fue entonces su poder en la ciudad; mas sin embargo
se atrajo la envidia de muchos, no por ningún hecho malo,
sino causando cierto disgusto e incomodidad con estar siempre
alabándose y ensalzándose a sí mismo: porque
no se entraba en el Senado, en la junta pública, en los
tribunales, sin oír continuamente hablar de Catilina y
de Léntulo. Sus mismos libros y todos sus escritos están
llenos de elogios propios, así es que aun su misma dicción,
que era dulcísima y tenía mucha gracia, la hizo
odiosa y pesada a los oyentes, por ir siempre acompañada
de este fastidio como de un resabio inevitable. Mas, sin embargo
de estar sujeta a esta desmedida ambición, vivió
libre de envidiar a nadie, acreditándose del menos envidioso
con tributar elogios a todos los hombres grandes que le habían
precedido, y a los de su edad, como se ve por sus escritos; conservándose
la memoria de muchos, como, por ejemplo, decía de Aristóteles
que era un río con raudales de oro; de los Diálogos
de Platón, que si Zeus usara de la palabra hablaría
de aquella manera, y a Teofrasto solía llamarle sus delicias.
Preguntado cuál de las oraciones de Demóstenes le
parecía la mejor, respondió que la más larga.
No obstante, algunos de los que afectan demostenizar le achacan
de haber dicho en carta a uno de sus amigos que alguna vez dormitó
Demóstenes, y no se acuerdan de los continuos y grandes
elogios que hace de este hombre insigne y de que a las más
estudiadas y más vehementes de sus oraciones, que son las
que dijo contra Antonio, las intituló filípicas.
De los hombres que en su tiempo tuvieron fama, o por la elocuencia
o por la sabiduría, no hubo ninguno al que no hubiese hecho
más ilustre hablando o escribiendo con sinceridad de cada
uno. Para Cratipo el Peripatético alcanzó que se
le hiciera ciudadano romano, siendo ya dictador César,
y obtuvo para el mismo que el Areópago decretara y le rogara
permaneciese en Atenas para formar la juventud, siendo el ornamento
de aquella ciudad. Existen cartas de Cicerón a Herodes,
y otras a su propio hijo, encargándoles cultivaran la filosofía
con Cratipo. Noticioso de que el orador Gorgias inclinaba a este
joven a los placeres y a las comilonas, le previno que se separara
de su trato. Esta carta, primera de las griegas, y la segunda
a Pélope de Bizancio, parece haber sido las únicas
que se escribieron con enfado: en cuanto a Gorgias con razón,
culpándole de ser vicioso y disipado, como parece haberlo
sido, pero en cuanto a Pélope, con pequeñez de ánimo
y con ambición pueril, quejándose de que no hubiera
puesto bastante diligencia para que los bizantinos le decretaran
ciertos honores.
XXV. De todo esto era causa su vanidad, y también de que,
acalorado en el decir, se olvidara a veces del decoro. Porque
defendió en una ocasión a Munacio, y como éste,
después de absuelto, persiguiese a un amigo de Cicerón
llamado Sabino, se dejó arrebatar de la cólera hasta
el punto de decir: ¿La absolución de aquella
causa ¡oh Munacio! la conseguiste tú por ti, o porque
yo cubrí de sombras la luz ante los jueces? Elogiando
a Marco Craso en la tribuna con grande aplauso del pueblo, al
cabo de algunos días le maltrató en el mismo sitio;
y como aquel dijese: ¿Pues no me alabaste poco ha?
Sí- repuso-; pero fue para ejercitar la elocuencia
en una mala causa. Dijo Craso en una ocasión que
en Roma ninguno de los Crasos había alargado su vida más
allá de los sesenta años; y como después
lo negase con esta expresión: Yo no sé en
qué pude pensar cuando tal dije. Sabías-
él replicó- que los romanos lo oían con gusto,
y quisiste hacerte popular. Dijo también Craso que
le gustaban los estoicos por ser una de sus opiniones que el hombre
sabio y bueno era rico: y Mira no sea- le replicóporque
dicen que todo es del sabio, aludiendo a la opinión
que de avaro tenía Craso. Parecíase uno de los hijos
de éste a un tal Axio, y por esta, causa corrían
rumores contrarios a la madre de trato de Axio, y como aquel joven
hubiese recibido aplausos hablando en el Senado, preguntado Cicerón
qué le parecía, respondió en griego, (que
puede ser digno de Craso, o el Axio de Craso.)
XXVI A pesar de esto, cuando Craso partió para la Siria,
queriendo más tener a Cicerón por amigo que por
enemigo, le habló con afecto, y le manifestó deseo
de cenar un día con él, en lo que Cicerón
significó tener mucho placer. De allí a pocos días
le hablaron algunos amigos acerca de Vatinio, insinuándole
que deseaba ponerse bien con él y entrar en su amistad,
porque era enemigo; a lo que les contestó: Pues ¡qué!
¿quiere también Vatinio venir a cenar a mi casa?
Esta era la disposición de su ánimo respecto de
Craso. Tenía Vatinio lamparones en el cuello, y como hablase
en una causa, le llamó orador hinchado. Oyó que
había muerto, y sabiendo después de cierto que vivía,
Mala muerte le de Dios- dijo- al que tan mal ha mentido.
Había decretado César repartir tierras de la Campania
a los soldados, lo que era en el Senado muy desagradable a muchos;
y Lucio Gelio, ya muy anciano, exclamó que eso no sería
viviendo él; a lo que dijo Cicerón: Esperemos,
pues, porque el término que pide Gelio no puede ir largo.
Había un tal Octavio, de quien se susurraba que era de
África, y hablando Cicerón en causa contra él,
como dijese que no le oía, Pues a fe- le replicó-
que tienes agujereadas las orejas. Diciéndole Metelo
Nepote que más eran los que había perdido dando
testimonio contra ellos que los que había salvado con sus
defensas, Confieso- le contestó- que en mí
hay más crédito y fe que elocuencia. Era infamado
cierto joven de haber dado veneno a su padre en un pastel, y como
se jactase de que había de llenar a Cicerón de desvergüenzas,
Más quiero eso de ti- respondió- que tus pasteles.
Tomóle Plubio Sextio con otros por defensor en una causa,
y como él se lo quisiese hablar todo, sin dar lugar a nadie
viendo que iba a ser absuelto, porque ya se había empezado
a votar, Aprovéchate hoy del tiempo- le dijo- ¡oh
Sextio!, porque mañana ya serás un particular.
Había un Publio Cota que quería pasar por jurisconsulto
siendo necio y sin talento; llamóle por testigo para una
causa, y como respondiese que nada sabia, ¿Crees
acaso- le dijo- que se te pregunta de leyes? En una disputa
con Metelo Nepote le preguntó éste muchas veces:
¿Quién es tu padre, Cicerón?
Y él, por fin, le dijo: Esta respuesta te la ha hecho
a ti más dificultosa tu madre; porque parecía
haber sido un poco desenvuelta la madre de Nepote, así
como él era inconstante, pues renunciando repentinamente
el tribunado de la plebe, hizo viaje por mar en busca de Pompeyo,
y después se volvió de un modo más extraño
todavía. Hizo con magnificencia el entierro de su preceptor
Filagro, y puso sobre su sepulcro un cuervo de piedra, sobre lo
que le dijo Cicerón que había andado muy cuerdo,
pues más le había enseñado a volar que a
decir. Marco Apio dijo en el exordio de una causa que su amigo
le había pedido que pusiera en ella cuidado, facundia y
fe, a lo que le dijo Cicerón: ¿Y eres un hombre
tan de corazón de hierro que no has de haber hecho nada
de lo que te ha pedido tu amigo?.
XXVII. El usar en las causas de estos dichos mordaces y picantes
contra los enemigos y contrarios, pasa por parte de la oratoria;
pero el ofender a cuantos se le presentaban por parecer chistoso,
le hizo odioso a muchos. A Marco Aquilio, que tenía dos
yernos desterrados, le llamaba Adrasto. Siendo censor Lucio Cota,
que era notado de gustar demasiado del vino, pedía Cicerón
el Consulado, y habiéndole dado sed en la plaza, como se
le pusiesen alrededor los amigos mientras bebía, Tenéis
razón en temer- les dijo-, no sea que el censor se vuelva
contra mí si ve que bebo agua. Encontrándose
con Voconio, que iba acompañando tres hijas muy feas, le
aplicó este verso: Contrario tuvo a Febo éste al
ser padre. Había contra Marco Gelio la opinión de
que no era hijo de padres libres, y como en el Senado se esforzase
a leer con una voz muy alta y muy clara, No os admiréis-
dijo-, porque es de los que pregonan. Cuando Fausto, hijo
de Sila el tirano, que proscribió a muchos a muerte, oprimido
de sus deudas por haber malgastado su hacienda, publicó
la lista de sus bienes, Más me gusta esta lista-
dijo Cicerón- que las de su padre.
XXVIII. Con estas cosas era molesto a muchos, y a este tiempo
Clodio y su facción se declararon sus enemigos con este
motivo. Era Clodio de una de las primeras familias, en los años
joven y en el ánimo osado y temerario. Teniendo amores
con Pompeya, mujer de César, se introdujo ocultamente en
su casa disfrazándose con el vestido y demás adornos
de una cantatriz. Celebraban las mujeres aquella fiesta y sacrificio
arcano, nunca visto de los hombres en casa de César, y
no podía ser admitido ningún varón; pero
siendo todavía Clodio mocito, pues aun no tenía
barba, esperó que podría quedar desconocido llegando
con las mujeres hasta donde estaba Pompeya; mas habiendo entrado
de noche en una casa grande, se perdió en los corredores,
y habiéndole visto andar desatentado una sirvienta de Aurelia,
madre de César, le preguntó su nombre. Precisado
a hablar y diciendo que buscaba a Abra, criada de Pompeya, conociendo
aquella que la voz no era femenil, gritó y empezó
a llamar a las mujeres. Cerraron éstas las puertas y, registrándolo
todo, encontraron a Clodio que se había guarecido en el
cuarto de la criada, con quien había entrado. Hízose
público el suceso; César repudió a Pompeya,
y a Clodio se le formó causa de impiedad.
XXIX. Cicerón era amigo suyo, y en las diligencias relativas
a la conjuración de Catilina se había hallado éste
a su lado y le había prestado auxilio; pero haciendo consistir
toda su defensa contra la acusación de aquel crimen en
no haberse hallado en Roma al tiempo en que se decía cometido,
sino ocupado fuera de la ciudad en unas posesiones distantes,
dio Cicerón testimonio contra él, diciendo que había
estado a buscarle en su casa y le había hablado de ciertos
negocios, como era la verdad. Mas con todo no parecía que
había declarado en esta forma precisamente por amor a la
verdad, sino por ponerse en buen lugar con su mujer Terencia,
a causa de que miraba ésta en aversión a Clodio
por Clodia, su hermana, de la que se decía aspiraba a casarse
con Cicerón, dando pasos para ello por medio de un cierto
Tulo, que era de los amigos más estimados de Cicerón;
y yendo continuamente a casa de Clodia, y obsequiándole
ésta, como no viviese lejos, dio a Terencia motivos de
sospecha, y siendo ésta de genio fuerte y dominando a Cicerón,
lo preciso a ponerse en oposición con Clodio y a atestiguar
contra él. Declararon además contra Clodio muchos
de los primeros y mejores ciudadanos, deponiendo de sus perjurios,
de sus suplantaciones de testamentos, de sus sobornos y de sus
adulterios. Luculo produjo unas esclavas como testigos de que
Clodio había tenido trato inhonesto con la más joven
de sus hermanas mientras estaba enlazada con el mismo Luculo,
y corría muy valida la opinión de que le tenía
con las otras dos hermanas, de las cuales Terencia estaba casada
con Marcio Rex, y Clodia con Metelo Céler. Dábanle
a ésta el sobrenombre de Cuadrantaria, porque uno de sus
amantes, habiendo puesto en un bolsillo unas piezas de bronce,
se las envió queriendo hacerlas pasar por plata; y a la
moneda más pequeña de bronce la llamaban cuadrante;
y por esta hermana era por la que más se hablaba de Clodio.
Mas, a pesar de todo esto, el pueblo se puso entonces de parte
de Clodio y contra los testigos y acusadores; por lo cual, entrando
en temor los jueces, pusieron guardias, y la mayor parte echaron
las tablas con las letras borradas y confusas. Sin embargo, apreció
que eran más los que absolvían; y se dijo también
que había intervenido soborno; así es que Cátulo,
acercándose a los jueves, Vosotros- les dijo- con
verdad habéis pedido la guardia para vuestra seguridad,
no fuera que alguno os quitara el dinero. Cicerón,
diciéndole Clodio que su testimonio no había merecido
fe a los jueces, Antes- le respondió- a mí
me han creído veinticinco de ellos, porque éstos
han sido los que te han condenado; y a ti no te han creído
treinta, porque no te han absuelto hasta que han recibido el dinero.
César, llamado como testigo, no declaró contra Clodio
ni dijo que su mujer fuese culpada de adulterio, sino que la había
repudiado porque el matrimonio de César debía estar
puro, no sólo de la menor acción fea, sino hasta
de las sospechas.
XXX. Habiendo salido Clodio de aquel peligro elegido tribuno
de la plebe, al punto la tomó con Cicerón, excitando
y moviendo todos los negocios y todos los hombres contra él
y procurando ganarse a la muchedumbre con leyes populares; y a
uno y otro cónsul les decretó grandes provincias:
a Pisón la Macedonia, y a Gabinio la Siria. A muchos de
escasa fortuna los asoció a sus miras, y tenía siempre
a su lado esclavos armados. De los tres que gozaban del mayor
poder entonces en Roma, como Craso estuviese en oposición
con Cicerón y le hiciese la guerra, Pompeyo quisiese estar
bien con ambos y César hubiese de partir a la Galia con
ejército, Cicerón se bajó a éste,
sin embargo de que en vez de ser su amigo le era sospechoso desde
los sucesos de Catilina, y le rogó que le llevase delegado
a la provincia. Concedióselo César, y Clodio, viendo
que Cicerón iba a ponerse fuera de su tribunado, fingió
que estaba dispuesto a hacer amistades, y valiéndose de
los medios de echar la culpa a Terencia de lo pasado, de hablar
siempre de él, de saludarle con afabilidad, como pudiera
hacerlo quien no lo aborreciera ni estuviera indispuesto con él,
quejándose solamente con palabras benignas y amistosas;
así logró quitarle enteramente el miedo, hasta el
punto de desistir de su pretensión con César y volver
al manejo de los negocios públicos; de lo que, resentido
César, dio ánimo a Clodio y apartó a Pompeyo
enteramente de Cicerón; y aun declaró con juramento
ante el pueblo parecerle que no se había dado justa y legalmente
la muerte a Léntulo y Cetego, no habiendo sido antes juzgados,
pues éste era el cargo y ésta la acusación
que a Cicerón se hacía. Constituido, pues, reo y
perseguido como tal, mudó el vestido, y dejando crecer
el cabello, rodaba por la ciudad implorando la clemencia del pueblo.
Mas por doquiera se le aparecía en todas las calles Clodio,
llevando consigo hombres desvergonzados y atrevidos, que insultando
a Cicerón descaradamente por la situación y traje
en que se veía, y tirándole en muchas ocasiones
lodo y piedras, se empeñaban en interrumpir y estorbar
sus súplicas.
XXXI No obstante estos esfuerzos de Clodio, casi todo el orden
ecuestre mudó también de vestido, y hasta veinte
mil jóvenes le seguían, dejándose crecer
el cabello, y acompañándole en sus ruegos. Congregado
después el Senado con el objeto de hacer decretar que se
mudaran los vestidos al modo que en un duelo público, como
lo repugnasen los cónsules y Clodio corriese con hombres
armados a la curia, se salieron de ella muchos de los senadores
rasgando sus ropas y mostrándose indignados. Cuando se
vio que aquel triste aspecto no excitó ni la compasión
ni la vergüenza, y que era preciso, o que Cicerón
se fuera desterrado, o que contendiera con las armas con Clodio,
recurrió aquel a implorar el auxilio de Pompeyo, que de
intento se había retirado, yéndose a la posesión
que tenía junto al Monte Albano. Para esto envió
primero a su yerno Pisón, a fin de que intercediese con
él, y después subió el mismo Cicerón.
Cuando lo supo Pompeyo no pudo sufrir que se le presentara, poseído
de una gran vergüenza, al considerar que Cicerón había
sostenido en la república por él grandes contiendas
y le había servido en muchos negocios; pero siendo yerno
de César, por complacer a éste se desentendió
del debido agradecimiento, y saliéndose por otra puerta,
evitó la visita. Cicerón, abandonado por él
de esta manera, y careciendo de protección, acudió
a los cónsules, de los cuales Gabino siempre se le mostró
desafecto; pero Pisón le hizo mejor recibimiento, exhortándole
a salir de Roma para librarse de la violencia y poder de Clodio,
y a llevar resignadamente la mudanza de los tiempos, para poder
ser otra vez el salvador de la patria, puesta por inclinación
a él en tales turbaciones e inquietudes. Oída por
Cicerón esta respuesta, conferenció sobre lo hacedero
con sus amigos. Luculo era de dictamen que no se moviera, porque
vencería; pero otros le aconsejaban la fuga, en el concepto
de que bien presto el pueblo lo echaría menos, luego que
no pudiera aguantar las locuras y furores de Clodio. Este fue
el partido que adoptó Cicerón, y subiendo al Capitolio
la estatua de Minerva que tenía trabajada en casa mucho
tiempo había, y a la que daba su gran veneración,
la consagró a la diosa con esta inscripción: A
Minerva, protectora de Roma. Valióse de algunos de
sus amigos para que le acompañaran, y a la media noche
salió de la ciudad, haciendo su viaje a pie por la Lucania
con deseo de verse en la Sicilia.
XXXII. Cuando ya se supo de cierto que había huido, Clodio
hizo dar contra él decreto de destierro y promulgar edicto
por el que se le vedaba el agua y el fuego, y se mandaba que nadie
le recibiera bajo techado a quinientas millas de Italia. A muchos
no les servía de detención este edicto para dar
muestras de respeto a Cicerón, para obsequiarle y para
acompañarle; pero en Hiponio, ciudad de la Lucania, que
ahora se llama Vibón, el siciliano Vibio, que había
disfrutado en muchas cosas de la amistad de Cicerón y en
el consulado de éste había sido nombrado prefecto
de artesanos, no le admitió en su casa, y sólo le
indicó una posesión, a la que podía acogerse;
y Gayo Virgilio, pretor de la Sicilia, a quien Cicerón
había hecho también grandes favores, le escribió
que no tocara en aquella isla. Desconcertado en sus planes con
estos desengaños, se dirigió a Brindis, y pasando
de allí con viento favorable a Dirraquio, como durante
el día soplase viento contrario de mar, regresó
al punto y otra vez volvió a dar la vela. Se dice que en
esta travesía, cuando ya estaba para saltar en tierra,
hubo a un tiempo terremoto y retirada de las aguas del mar, sobre
lo que pronosticaron los agoreros que no sería largo su
destierro, porque aquellas eran señales de mudanza. Visitábanle
muchos por afecto, y las ciudades griegas competían unas
con otras en Demostraciones; pero a pesar de eso siempre estaba
desconsolado y triste, teniendo, como los enamorados, puestos
los ojos en Italia, y mostrándose demasiado abatido y con
apocado ánimo en aquel infortunio, cosa que nadie habría
esperado de un hombre de su instrucción y doctrina, que
muchas veces rogaba a sus amigos no le llamaran orador, sino filósofo,
porque la filosofía la había elegido por ocupación,
y la oratoria no la empleaba sino como un instrumento útil
en el gobierno. Decía asimismo que la gloria era propia
para borrar en el alma, como si fuera una tintura, todo buen discurso,
inoculando en los que mandan todas las pasiones de la muchedumbre
con la conversación y el trato, a no estar el hombre muy
sobre sí, para que cuando se entrega a los negocios tome,
sí, parte en éstos, pero no en las pasiones y afectos
que van con los negocios.
XXXIII. Clodio, luego que alejó a Cicerón, quemó
sus quintas y su casa, edificando en el sitio el templo de la
Libertad. Quiso vender asimismo su hacienda, haciéndola
pregonar todos los días, porque nadie se presentaba a hacer
postura. Terrible con estos hechos a los del Senado, y asistido
del favor del pueblo, ya ensayado por él a la insolencia
y al desenfreno, asestó sus tiros contra Pompeyo, empezando
por desacreditar algunas de las disposiciones tomadas por él
en el ejército. Perdió con esto de su opinión,
y ya se reprendía a sí mismo de haber abandonado
a Cicerón; por lo que arrepentido trabajaba por todos los
medios en procurar su vuelta por si y por sus amigos. Oponíase
Clodio, y el Senado decretó que no se daría curso
a ningún negocio público ni se aprobaría
nada mientras no se acordase la vuelta de Cicerón. En el
consulado de Léntulo tomó tal incremento la sedición,
que los tribunos de la plebe fueron heridos en la plaza, y Quinto,
el hermano de Cicerón, quedó tendido entre los cadáveres
por muerto. Empezó ya con esto a desengañarse el
pueblo, y siendo el tribuno Annio Milón el primero que
se atrevió a llevar al tribunal a Clodio por causa de violencia
pública, muchos acudieron a ponerse al lado de Pompeyo,
así de la plebe como de las ciudades comarcanas. Presentóse
con éstos, y arrojando a Clodio de la plaza, dispuso que
pasaran a votar los ciudadanos, y se dice que nunca se vio una
votación del pueblo tan uniforme. Yendo el Senado a competencia
con el pueblo, decretó que se dieran las gracias a todas
las ciudades que habían obsequiado a Cicerón durante
su destierro, y que sus quintas y su casa, arrasadas por Clodio,
fueran de nuevo levantadas a expensas del Erario. Volvió
Cicerón a los diez y seis meses de destierro, y fue tanto
el goce de las ciudades, y tal el ansia y esmero que en recibirle
ponían los habitantes, que aun anduvo corto el mismo Cicerón
cuando dijo que, tomándolo en hombros la Italia, lo había
traído a Roma. El mismo Craso, que había sido enemigo
de Cicerón antes del destierro, salió también
entonces a recibirle y se reconcilió con él, en
obsequio, decía, de su hijo Publio, que era uno de los
admiradores de Cicerón.
XXXIV. Había aún corrido poco tiempo, y valiéndose
de que Clodio se hallaba fuera de la ciudad, subió Cicerón
con algún acompañamiento al Capitolio, y echó
por el suelo e hizo pedazos las tablas tribunicias, que eran los
registros de las operaciones de los tribunos. Increpóle
sobre esto Clodio, y respondiéndole Cicerón que
había sido contra ley el que de los patricios hubiera pasado
el tribunado de la plebe y que, por tanto, no debía tener
valor nada de lo hecho por él; se ofendió de esta
respuesta Catón y la contradijo, no porque se pusiese de
parte de Clodio o dejase de estar mal con sus tropelías,
sino por parecerle duro y violento que el Senado decretase la
abrogación de tantas y tales determinaciones y decretos,
entre los que se contaba el encargo que el mismo Catón
había desempeñado en Chipre y Bizancio. Desde entonces
conservó con él Cicerón cierta indisposición,
la cual, sin embargo, no pasó nunca a hecho ninguno público
ni a otra cosa que a tratarse con cierta tibieza.
XXXV. Sucedió después que Milón mató
a Clodio, y siguiéndosele causa de homicidio, nombró
por su defensor a Cicerón. El Senado, por temor de que,
puesto en riesgo un hombre ilustre y altivo como Milón,
se moviera algún alboroto en la ciudad, permitió
a Pompeyo que presidiera éste y otros juicios, procurando
tranquilidad al pueblo y seguridad a los jueces. Guarneció
éste antes del día la plaza y todas sus avenidas
con soldados, y Milón, recelando que Cicerón, turbado
con aquel nunca usado espectáculo, podría estar
menos feliz en su discurso, le persuadió que, haciéndose
llevar a la plaza en litera, esperara allí tranquilamente
hasta que se hubiesen reunido los jueces y se llenase la audiencia.
Mas él, a lo que parece, no sólo no era muy osado
entre las armas, sino que hablaba siempre en público con
miedo, y con dificultad se vio libre de la agitación y
el temblor, hasta que a fuerza de esta clase de contiendas su
elocuencia adquirió firmeza y asiento. Aun así,
defendiendo a Licinio Murena, acusado por Catón, con el
empeño de exceder a Hortensio, que había sido muy
aplaudido, no descansó un momento en toda la noche, y quebrantado
con el demasiado estudio y la falta de sueño, fue tenido
por inferior a aquel. Entonces, pues, saliendo de la litera para
la causa de Milón, al ver a Pompeyo sentado en el Tribunal
como en un ejército, y toda la plaza alrededor llena de
resplandecientes armas, se asustó sobremanera, y con gran
trabajo pudo empezar a hablar, temblándole todo el cuerpo
y con la voz entrecortada, siendo así que el mismo Milón
asistió al juicio con arrogancia y serenidad, sin haber
querido dejarse crecer el cabello ni tomar el vestido de duelo;
lo que parece no haber sido la menor causa de que se le condenase.
Mas en esta ocasión antes se acreditó Cicerón
de buen amigo que de tímido y cobarde.
XXXVI Hízosele del número de aquellos sacerdotes
que los romanos llaman augures en lugar de Craso el joven, después
de haber éste fallecido a manos de los Partos. Tocándole
después por suerte en la distribución de las provincias
la Cilicia, con un ejército de doce mil infantes y dos
mil y seiscientos caballos, se embarcó para pasar a ella,
llevando también el encargo de reducir la Capadocia a la
sumisión y obediencia del rey Ariobarzanes. Compuso y arregló
estos negocios a satisfacción de todos, sin necesidad de
recurrir a las armas, y viendo a los de Cilicia inquietos y desasosegados
con el descalabro experimentado por los romanos en la guerra de
los Partos y con las novedades de la Siria, los trajo al orden
con usar de blandura en su mando. No recibió dones algunos
aún de los mismos reyes, y quitó aquellos convites
que eran de estilo en las provincias. A los que le honraban y
favorecían los obsequiaba teniéndolos a su mesa
y dándoles de comer, no con lujo, pero tampoco con escasez
y mezquindad. Su casa no tenía portero, ni nadie le vio
tampoco sentado, sino que desde muy temprano, en pie o paseándose
delante de su cuarto, recibía a los que iban a visitarle.
Dícese que no castigó a ninguno ignominiosamente
con las varas, ni le rasgó la ropa, ni por enfado le dijo
una mala palabra o le impuso multa que pudiera injuriarle. Encontró
que gran parte de los caudales públicos habían sido
usurpados, y poniendo en ellos orden, hizo que las ciudades floreciesen,
sin que por eso los que tenían que pagar fuesen vejados
ni molestados, ni dejasen de conservar su estimación. También
tuvo que hacer la guerra, derrotando unos aduares de ladrones
que tenían sus guaridas en el Monte Amano, con cuyo motivo
fue de los soldados saludado emperador. Pidióle a esta
sazón el orador Celio que le enviara leopardos de Cilicia
para cierto espectáculo; y él, aludiendo con alguna
jactancia a los hechos de esta guerra, le escribió que
ya no quedaba ninguno en la Cilicia, porque habían huido
a la Caria incomodados de que a ellos solos se les hiciera la
guerra cuando todo lo demás estaba en paz. Al retirarse
de la provincia pasó algún tiempo en Rodas, y también
con gran placer se detuvo en Atenas por el deseo de sus antiguos
estudios. Trató, pues, a los hombres más célebres,
de aquel tiempo por su sabiduría, saludó a sus amigos
y conocidos y, admirado de la Grecia, según su sobresaliente
mérito, volvió a Roma a tiempo que las agitaciones
de la república, como tumor próximo a reventar,
estaban a punto de romper en la guerra civil.
XXXVII. Habiéndosele decretado el triunfo, dijo en el
Senado que le sería muy dulce seguir a César en
la pompa después de hechas las paces, y en particular daba
consejos a César escribiéndole continuamente, e
interponía ruegos con Pompeyo, procurando templar y apaciguar
a uno y a otro. Mas cuando ya llegó el caso del rompimiento,
y viniendo César contra Roma Pompeyo no lo aguardó,
sino que abandonó la ciudad, y con él muchos y muy
principales ciudadanos, no habiéndose decidido Cicerón
a esta fuga, se creyó que abrazaba el partido de César.
Y no tiene duda que estuvo batallando consigo y meditando mucho
sobre a cuál de los dos se inclinaría; porque escribe
en sus cartas: ¿A qué lado me volveré
cuando Pompeyo tiene para la guerra el motivo más glorioso
y honesto, pero César se ha de conducir mejor en esta terrible
crisis y ha de saber hacer más por su salud y por la de
sus amigos? De manera que sé de quién he de huir,
mas no a quién me estará mejor el acogerme. Escribióle
en esto Trebacio, uno de los amigos de César, diciéndole
que, según el dictamen de éste, debía ser
de su partido y entrar a la parte en sus esperanzas; pero que
si por la vejez no quería correr peligro, podía
retirarse a la Grecia, y allí esperar tranquilamente los
sucesos, apartándose de ambos; y picado de que el mismo
César no le hubiese escrito, respondió enfadado
que no haría nada que no correspondiese a su anterior conducta
pública. Esto es lo que se lee en sus cartas.
XXXVIII. Así, cuando César marchó a España,
él al punto se embarcó para ir en busca de Pompeyo,
y fue de todos muy bien recibido, sino solamente de Catón,
quien le hizo graves reconvenciones por haberse adherido al partido
de Pompeyo; porque decía que al mismo Catón no le
habría estado bien el abandonar el partido que eligió
desde el principio; pero que Cicerón podía haber
sido más útil a la patria y a los amigos si, permaneciendo
en Roma, hubiera tirado a sacar partido de los sucesos, y no que
ahora, neciamente y sin ninguna necesidad, se había hecho
enemigo de César y se había venido a meter en medio
de tan gran peligro. Estas observaciones hicieron a Cicerón
mudar de modo de pensar, y también el no haberle empleado
Pompeyo en nada de importancia; pero de esto último él
tenía la culpa con no negar que estaba arrepentido, con
desacreditar las disposiciones de Pompeyo, con vituperar en las
conversaciones todos sus proyectos y con no poderse contener de
chistes y burlas pesadas contra los mismos que participaban de
su suerte; pues andando él siempre triste y con ceño
por el campamento, quería hacer reír a los que no
estaban para ello. Pero será mejor referir aquí
algunos de aquellos inoportunos chistes. Presentó Domicio
para que fuese admitido entre los jefes a uno que era militar,
y diciendo para recomendarle que era hombre de arreglada conducta
y muy prudente, ¿Pues por qué no le guardas-
le repuso- para tutor de tus hijos?. Celebrando algunos
a Teófanes de Lesbos, que era en el ejército prefecto
de los artesanos, por haber dado excelentes consuelos a los rodios
en ocasión de haber perdido su armada, ¿De
qué nos sirve- dijo Cicerón- tener un prefecto griego?.
Llevaba regularmente César lo mejor en los encuentros,
y en cierta manera los tenía cercados, y diciendo Léntulo
tener noticia de que los amigos de César andaban cabizbajos,
Eso es decir- respondió Cicerón- que están
mal con César. Acababa de llegar de Italia un tal
Marcio, y como dijese que la opinión que se tenía
en Roma era que Pompeyo estaba cercado, ¿Conque has
hecho tu viajele repuso- para asegurarte por tus ojos de si es
cierto?. Diciendo después de la derrota Nonio que
debían tener buena esperanza, porque en el campamento de
Pompeyo habían quedado siete águilas, Eso
sería muy bueno- le replicó Cicerón- si hiciéramos
la guerra a los grajos. Apoyándose Labieno en ciertos
oráculos para sostener que Pompeyo sería vencedor,
Sí- le respondió-, con esa estratagema acabamos
de perder el campamento.
XXXIX. Dada la batalla de Farsalo, en la que no se halló
por estar enfermo, y habiendo huido Pompeyo, Catón, que
había reunido en Dirraquio bastantes fuerzas de tierra
y una grande armada, deseaba que Cicerón tomara el mando,
a causa de corresponderle por la ley, estando adornado de la dignidad
consular; pero repugnándolo éste, y huyendo enteramente
de continuar la guerra, estuvo en muy poco que no se le quitara
la vida, llamándole traidor Pompeyo el joven y sus amigos,
y desenvainando resueltos las espadas, a no haber sido porque
Catón se puso de por medio y le sacó del campamento.
Arribó a Brindis, y allí se detuvo esperando a César,
que tardó en llegar a Italia por haberle llamado los negocios
al Asia y al Egipto. Cuando supo que había desembarcado
en Tarento, y que desde allí se dirigía por tierra
a Brindis, le salió al encuentro, no sin alguna esperanza,
aunque avergonzado de tener que ir a mirar la cara de un enemigo
victorioso a presencia de muchos; pero no le fue necesario decir
o hacer cosa que no le estuviese bien; porque César, luego
que vio que, adelantándose a los demás, iba a recibirle,
se apeó, le abrazó y caminó hablando con
él solo algunos estadios. Desde entonces siempre le tuvo
consideración y lo trató con aprecio; tanto, que
en el libro que escribió contra el elogio que de Catón
había formado Cicerón, le celebró este mismo
opúsculo y tributó alabanzas a su vida, que dijo
tenía gran semejanza con las de Pericles y Terámenes.
Intitulóse el escrito de Cicerón Catón, y
Anticatón el de César. Refiérese que siendo
acusado Quinto Ligario por haber sido uno de los enemigos de César,
y defendiéndole Cicerón, dijo César a sus
amigos: ¿Qué inconveniente hay en oír
al cabo de tanto tiempo a Cicerón, cuando su cliente está
ya juzgado tan de antemano por malo y por enemigo?. Mas,
sin embargo, Cicerón desde que empezó a hablar movió
extraordinariamente su ánimo, y hermana, habiéndose
dirigido con aquel joven a Cicerón, de excitar las pasiones
y en la gracia de la elocución, observaron todos que César
mudó muchas veces de color, y que se hallaba combatido
de diferentes afectos. Finalmente, cuando el orador llegó
a tratar de la batalla de Farsalia, su agitación fue violenta,
hasta temblarle todo el cuerpo y caérsele algunos memoriales
de la mano; de modo que, vencido de la elocuencia, absolvió
a Ligario de la causa.
XL. Desde aquella época, habiendo el gobierno degenerado
en monarquía, retiróse de los negocios públicos
y se dedicó a la filosofía con los jóvenes
que quisieron cultivarla; que siendo de los más ilustres
y principales, por su trato con ellos volvió a tener en
la ciudad el mayor influjo. Habíase aplicado a escribir
y a traducir diálogos filosóficos, trasladando a
la lengua latina los nombres usados en la dialéctica y
la física; porque se dice haber sido el primero que introdujo
los nombres de fantasía, sincatátesis, época,
catalepsis, y además átomo, ámeres y quenon,
a lo menos el que más los dio a conocer a los Romanos,
usando de metáforas y de otras expresiones acomodadas con
singular industria y diligencia. Divertíase con poner a
veces en ejercicio la gran facilidad que tenía en hacer
versos, pues se dice que cuando le daba esta humorada hacía
en una noche quinientos. Habiendo pasado la mayor parte de este
tiempo en su quinta Tusculana, escribió a sus amigos que
hacía la vida de Laertes, o por juego y chiste, como lo
acostumbraba, o por prurito de ambición de mando, no llevando
bien el retiro. Rara vez venía a la ciudad como no fuese
para visitar a César, y entonces era el primero que suscribía
a los honores que se le decretaban y que decía alguna cosa
nueva en elogio de su persona y de sus hechos, como fue la relativa
a las estatuas de Pompeyo, que César mandó levantar
y colocar, habiendo sido antes derribadas; porque dijo Cicerón
que César, con este acto de humanidad, levantaba las estatuas
de Pompeyo para afirmar más las suyas.
XLI. Tenía pensado, según se dice, escribir la
historia romana, entretejiendo con ella gran parte de la griega
y recogiendo todas las fábulas y relaciones que corrían;
pero vinieron a impedírselo negocios y sucesos públicos
y privados, de los cuales la mayor parte parece que se los atrajo
por su gusto. Porque, en primer lugar, repudió a su mujer
Terencia por no haber hecho cuenta de él durante la guerra,
hasta el punto de haberle dejado marchar sin nada de lo que necesitaba
para el viaje, y por no haberle dado muestras ningunas de aprecio
y amor cuando regresó a Italia; pues habiéndose
detenido mucho tiempo en Brindis no pasó a verle, y a la
hija, cuando fue, no le dio para un camino tan largo las prevenciones
y acompañamiento que eran correspondientes a una joven
de su calidad, y sin embargo le dejó la casa vacía
y desprovista de todo, sobre haber contraído muchas y grandes
deudas, porque éstas fueron las causas más honestas
que se pretextaron para este divorcio. Negábalas Terencia,
y el mismo Cicerón fue quien mejor hizo su apología,
casándose de allí a poco con una doncella, según
Terencia lo hizo correr, prendado de su figura; pero según
escribió Tirón, liberto de Cicerón, por mira
de mejorar su casa y pagar sus deudas. Porque aquella joven era
muy rica, y Cicerón, que tenía su herencia en fideicomiso,
por este medio la conservó en su poder. Como debiese, pues,
grandes sumas, sus amigos y deudos le indujeron a que en una edad
ya impropia se casara con aquella mocita y se librara de los acreedores
echando mano de sus bienes; pero Antonio, haciendo mención
de este casamiento en sus oraciones contra las Filípicas,
dice que echó de su lado a una mujer en cuya compañía
se había hecho viejo, motejándole con gracia que
había sido un hombre que se había estado metido
en casa ocioso y sin hacer el servicio militar. Después
de este casamiento, a poco tiempo de él, se le murió
de sobreparto la hija casada con Léntulo, con quien se
había enlazado después de la muerte de Pisón,
su primer marido. Acudieron de todas partes los filósofos
a dar consuelo a Cicerón, tan sentido por la muerte de
la hija, que repudió a su nueva esposa por parecerle que
se había alegrado de la muerte de Tulia.
XLII. Éstos fueron los sucesos domésticos de Cicerón,
el cual ninguna parte tuvo en la conjuración para la muerte
de César, no obstante ser uno de los mayores amigos de
Bruto, hacérsele insoportable el estado en que habían
venido a parar las cosas y parecer que deseaba el restablecimiento
de la república como el que más; y es que los conjurados
habían temido a su carácter falto de valor, y a
aquel desgraciado tiempo en que aun los más firmes y mejor
constituidos habían perdido la resolución y osadía.
Ejecutado aquel hecho por Bruto y Casio, como los amigos de César
se tumultuasen y volviese a renacer el miedo de que la ciudad
cayese otra vez en la guerra civil, Antonio, que era cónsul,
congregó el Senado y habló brevemente de concordia;
pero Cicerón, extendiéndose más acerca de
lo que las circunstancias exigían, persuadió al
Senado a que, imitando lo que en caso igual se había hecho
en Atenas, publicase una amnistía con motivo de lo ocurrido
con César, y a Casio y Bruto les asignara provincias. Mas
esto no sirvió de nada, porque el pueblo, que ya por sí
mismo se había movido a compasión cuando vio que
pasaba por la plaza el cadáver y Antonio le mostró
la túnica de César llena de sangre y acribillada
a puñaladas, furioso y ciego de ira, en la misma plaza
anduvo buscando a los matadores, y con tizones encendidos corrieron
muchos a las casas de éstos para darles fuego; y aunque
de este peligro se salvaron con guardarse y precaverse, temiendo
otros muchos no menores que él, tuvieron que abandonar
la ciudad.
XLIII. Esto dio osadía a Antonio, y si a todos infundió
temor, pareciéndoles que usurparía una autoridad
monárquica, mucho mayor se le causó a Cicerón:
porque viendo que el poder de éste en la república
había adquirido fuerza, y sabiendo que era del partido
de Bruto, abiertamente se mostraba incomodado con su presencia,
además de que siempre estaban recelosos el uno del otro
por la desemejanza de su conducta y por sus antiguas disensiones.
Temeroso, pues, Cicerón, intentó primero pasar delegado
con Dolabela a la Siria; pero habiéndole rogado los que
después de Antonio iban a ser cónsules, Hircio y
Pansa, varones de probidad y amantes de Cicerón, que no
los abandonase, pues le ofrecían oprimir a Antonio si él
se quedaba, no creyéndolos del todo, ni tampoco dejándolos
de creer, no hizo ya cuenta de Dolabela, y diciendo a Hircio que
se iba a pasar el estío en Atenas y que cuando hubiesen
entrado en su cargo volvería, sin más autorización
se dispuso para aquel viaje. Hubo detenciones en la navegación,
y llegando desde Roma nuevos rumores cada día a medida
de su deseo: que en Antonio se notaba grande mudanza, que todo
lo hacía y disponía por medio del Senado y que no
faltaba otra cosa que su presencia para que los negocios se pusieran
en el mejor orden, reprendiéndose a sí mismo de
sus recelos y temores, regresó otra vez a Roma, y lo que
es por lo pronto no le salieron vanas sus esperanzas, porque fue
tanto el gentío que con el gozo y deseo salió a
recibirle, que casi se consumió todo el día a la
puerta en abrazos y salutaciones. Mas al día siguiente,
congregando Antonio el Senado y pasándole aviso no concurrió,
sino que se quedó en cama, excusándose con que estaba
fatigado del viaje; pero, a lo que parece, lo que verdaderamente
lo detenía era el temor de alguna asechanza, por cierta
indicación y sospecha que se le había dado en el
camino. Antonio se mostró muy ofendido de esta calumnia,
e iba a enviar soldados con orden de que lo trajeran o le quemaran
la casa; pero instándole y rogándole muchos, se
convino en que sólo se le tomaran prendas. De allí
en adelante se pasaban de largo cuando se encontraban, sin decirse
nada el uno al otro, y estaban en mutuas sospechas; hasta que,
habiendo llegado de Apolonia César el joven, admitió
la herencia del otro César, y por dos mil quinientas miriadas
que Antonio tenía en su poder de los bienes de éste,
se indispuso con él.
XLIV. En consecuencia de esto, Filipo, que estaba casado con
la madre del nuevo César, y Marcelo con la hermana, habiéndose
dirigido con aquel joven a Cicerón, se convinieron en que
se prestarían mutuamente, Cicerón a éste
en el Senado y ante el pueblo el poder que nace de la elocuencia
y la política, y éste a Cicerón la seguridad
que dan las riquezas y las armas: pues ya tenía aquel joven
a sus órdenes no pocos de los que habían hecho la
guerra con César, además de que se tiene por cierto
haber entrado Cicerón con un vivo deseo en la amistad de
César. Porque, según parece, en vida todavía
de Pompeyo y Julio César se le figuró en sueños
a Cicerón que llamaba al Capitolio a algunos hijos de los
senadores, con el objeto de que Júpiter designara a uno
de ellos por caudillo de Roma, que los ciudadanos estaban en grande
expectación alrededor del templo y aquellos niños
en toga pretexta sentados a la puerta. Abrióse ésta
repentinamente, y los niños se fueron levantando de uno
en uno y dieron la vuelta alrededor de la estatua del dios, que
los estuvo mirando atentamente y los despidió descontentos;
mas luego que éste se le acercó, alargó la
diestra y dijo: Romanos, éste dará fin a la
guerra civil siendo vuestro caudillo. Habiendo, pues, tenido
Cicerón este ensueño, se dice que retuvo y conservó
viva la imagen del niño, aunque no sabía quién
era; pero habiendo bajado al día siguiente al campo de
Marte cuando los jóvenes volvían de ejercitarse,
éste fue el primero que vio cual en el sueño se
había ofrecido a su imaginación, y admirado le preguntó
quiénes eran sus padres. Era su padre Octavio, uno de los
más ilustres, y su madre Acia, sobrina de César;
por lo que no teniendo éste hijos, le dejó por su
testamento su hacienda y su casa. Desde entonces dicen que Cicerón
veía con gusto a este niño y le mostraba afecto,
y él correspondía a sus demostraciones, porque hacía
también la casualidad que había nacido el año
en que Cicerón fue cónsul.
XLV. Éstas eran las causas que públicamente se
daban; pero al principio el odio a Antonio, y después su
carácter, que no podía resistir a la ambición,
fueron los verdaderos motivos que le unieron a César, creyendo
que ganaba para la república el poder de éste, pues
se le prestaba tan dócil y sumiso que le llamaba padre.
Disgustaba esto de tal manera a Bruto, que en sus cartas a Ático
se queja agriamente de Cicerón a causa de que, adulando
a César por miedo de Antonio, era claro que en vez de procurar
libertad para la patria, sólo buscaba para sí un
señor más benigno y humano. Mas a pesar de esto,
Bruto se llevó consigo al hijo de Cicerón, que se
hallaba en Atenas oyendo las lecciones de los filósofos,
y dándole mando le confió algunos encargos que desempeñó
con el mejor éxito. Llegó entonces a lo sumo en
Roma el poder de Cicerón, y viniendo al cabo de cuanto
se propuso, oprimió a Antonio y le obligó a salir
de la ciudad, enviando a los dos cónsules Hircio y Pansa
a hacerle la guerra, y obteniendo del Senado que decretara a César
las fasces y todo el aparato imperatorio, como que combatía
por la patria. Mas como, vencido Antonio y muertos en la guerra
ambos cónsules, todo el poder se acumulase en César,
temiendo el Senado a un joven a quien tan decididamente favorecía
la fortuna, trató de apartar de él las tropas con
honores y con dádivas, y debilitar así su poder,
bajo el pretexto de que la república no necesitaba de defensores
una vez qué Antonio había huido. Temió con
esto César, y envió quien rogara y persuadiera a
Cicerón que procurara para ambos juntos el consulado, y
dispusiera de todo como le pareciese, apoderándose de la
autoridad y tomando bajo su dirección a aquel joven que
sólo apetecía adquirir algún nombre y gloria.
Confesó el mismo César que, temiendo verse arruinado,
y considerándose en peligro de que le dejaran solo, echó
mano en tal apuro de la ambición de Cicerón, moviéndole
a que pidiera el consulado en el concepto de que él le
daría todo favor y auxilio.
XLVI Enloquecido entonces y sacado de tino Cicerón, un
anciano por aquel mozo, y engañado para que le ayudara
en los comicios y le pusiera bien con el Senado, desde luego incurrió
en la reprensión de sus amigos, y al poco tiempo conoció
él mismo que se había perdido y había hecho
traición a la libertad de la patria: porque luego que aquel
joven vio tan acreditado su poder y se posesionó del consulado,
al punto dio de mano a Cicerón, y hecho amigo de Antonio
y Lépido, juntando en uno el poder de los tres, partió
con ellos la autoridad como pudiera haber partido una posesión.
Proscribieron de muerte sobre doscientos ciudadanos, siendo la
proscripción de Cicerón la que produjo entre ellos
los mayores altercados, por cuanto Antonio no se daba a partido
si no moría el primero, Lépido se adhería
a Antonio y César se oponía a ambos. Tuvieron ellos
solos sobre esto juntas reservadas cerca de Bolonia por tres días,
reuniéndose en un sitio próximo al campamento, cercado
del río. Dícese que habiéndose César
mantenido firme en la lid por Cicerón los dos primeros
días, cedió por fin al tercero, abandonándole
traidoramente. La composición y compensación fue
de esta manera: César hizo el sacrificio de Cicerón,
Lépido el de su hermano Paulo, y Antonio el de Lucio César,
que era tío suyo de parte de madre. Hasta este punto la
ira y el furor los hizo perder la razón, no dejando duda
de que el hombre es la más cruel de todas las fieras, cuando
a las pasiones se une el poder.
XLVII. Mientras esto pasaba, Cicerón residía en
sus campos de Túsculo, teniendo en su compañía
a su hermano. Luego que supieron las proscripciones, determinaron
trasladarse a Ástur, posesión litoral del mismo
Cicerón y desde allí pasar a la Macedonia a ponerse
al lado de bruto, porque las voces que corrían eran de
que se hallaba con fuerzas superiores. Caminaban en literas muy
abatidos con la pesadumbre; y parándose en el camino, puestas
las literas una en par de la otra, se lamentaban juntos de su
suerte. El más desalentado era Quinto, a quien afligía
además la idea de la falta de recursos, porque no había
tenido tiempo para tomar nada en casa, y aun Cicerón era
bien poco lo que consigo llevaba. Parecióle, pues, que
sería lo mejor apresurar Cicerón su fuga, y que
Quinto se volviese para proveerse en casa de lo necesario. Así
se determinó, y abrazándose uno a otro, entre sollozos
y lamentos se despidieron. Quinto, denunciado vilmente de allí
a pocos días por sus esclavos a los matadores, recibió
de éstos la muerte, y con él su hijo. Cicerón,
conducido a Ástur, y encontrando. allí un barco,
subió en él al punto y a vela navegó hasta
Circeyos. Allí, queriendo los pilotos hacerse otra vez
al mar, o por temor de la navegación, o por no haber perdido
enteramente la confianza en César, saltó en tierra
y anduvo por ella cien estadios, encaminándose a Roma;
pero con nuevas dudas mudó de propósito y se dirigió
otra vez hacia el mar. Cogióle la noche, y la pasó
en las mayores dudas y aflicciones, sin saber qué partido
tomar; tanto, que llegó a resolver introducirse secretamente
en casa de César, y dándose a sí mismo muerte
ante el ara, concitar contra él la ira de los dioses; pero
le retrajo de esta idea el temor de los tormentos si por accidente
le echasen mano. Ocurriéronle otros muchos pensamientos,
mudando de dictamen a cada punto, y por fin volvió a ponerse
en manos de sus esclavos para que por mar le llevasen a Cayeta,
donde tenía posesiones y un asilo excelente en el estío,
cuando los vientos etesios soplan dulcemente, habiendo en aquel
mismo sitio un templete de Apolo sobre el mar. Levantáronse
de éste muchos cuervos, que graznando se dirigieron al
barco de Cicerón cuando le impelían a tierra con
los remos; y colocándose en la antena de una y otra parte,
unos graznaban y otros picoteaban los cabos de las maromas: señal
que a todos pareció funesta. Saltó, pues, en tierra
Cicerón, y marchando a la quinta se acostó para
descansar. Muchos de los cuervos se posaron en la ventana graznando
desconcertadamente, y uno de ellos, bajándose al lecho
donde Cicerón reposaba con la cabeza cubierta, le destapó
la cara, retirando suavemente la ropa con el pico. Los esclavos
que esto vieron tuvieron a menos el ser tranquilos espectadores
de la muerte de su señor, y que una fiera le diera auxilio
y cuidara de él cuando injustamente era maltratado, y ellos
no hiciesen nada para salvarle, por lo que ya rogándole,
y ya poniéndole por fuerza en la litera, volvieron a conducirle
hacia el mar.
XLVIII. Llegaron en esto los matadores, que eran el centurión
Herenio y el tribuno Popilio, a quien había defendido Cicerón
en causa de parricidio trayendo consigo algunos satélites.
Como hubiesen encontrado cerradas las puertas, las quebrantaron,
y no encontrando a Cicerón, ni dándoles noticia
ninguna de él los que allí habían quedado,
se refiere que un mozuelo, educado por Cicerón en las letras
y ciencias liberales, y que era liberto de su hermano Quinto,
llamado Filólogo, dijo al tribuno que la litera marchaba
por las calles sombreadas con árboles hacia el mar, con
lo que el tribuno dio a correr a tomar la salida; pero sintiendo
a este tiempo Cicerón que Herenio se acercaba corriendo
por el camino que llevaba, mandó a los esclavos que parasen
allí la litera. Entonces, llevándose, como lo tenía
de costumbre, la mano izquierda a la barba, miró de hito
en hito a los matadores, teniendo el cabello crecido y desgreñado,
y muy demudado el semblante con la demasiada agitación
y angustia, de manera que los más se cubrieron el rostro
al ir Herenio a darle el golpe fatal, y se le dio habiendo alargado
el mismo Cicerón el cuello desde la litera. Tenía
entonces la edad de sesenta y cuatro años. Cortóle
por orden de Antonio la cabeza y las manos con que había
escrito las Filipicas: porque Cicerón intituló Filípicas
las oraciones que escribió contra Antonio, y hasta el día
de hoy aquellas oraciones conservan este nombre.
XLIX. Cuando estos miembros fueron traídos a Roma, se
hallaba Antonio celebrando los comicios consulares, y al oír
la relación y verlos, exclamó: ¡Ahora,
que no haya más proscripciones! Y la cabeza y las
manos las hizo poner sobre lo que formaba barandilla en la tribuna.
Espectáculo terrible para los Romanos, en el que no tanto
era el rostro de Cicerón lo que veían como la imagen
del ánimo de Antonio; el cual tuvo, sin embargo, en estos
sucesos un sentimiento laudable, que fue el de haber hecho entrega
del liberto Filólogo a Pomponia, mujer de Quinto. Ésta,
luego que le tuvo en su poder, además de otros castigos
con que lo atormentó, le fue cortando poco a poco las carnes,
las asó y se las hizo comer: porque así es como
lo refieren algunos historiadores, aunque el liberto del mismo
Cicerón Tirón, ni memoria siquiera hace de la traición
de Filólogo. Se me ha asegurado que algún tiempo
después, entrando César en la habitación
de uno de sus nietos, lo encontró con un libro de Cicerón
en la mano, y que asustado trató de ocultarle debajo de
la ropa; que advertido esto por César, lo tomó,
y habiendo leído en pie una gran parte de él, se
lo devolvió a aquel joven diciéndole: Varón
docto, hijo mío, varón docto y muy amante de su
patria. Poco más adelante venció César
a Antonio, y siendo cónsul nombró por su colega
al hijo de Cicerón, en cuyo consulado hizo el Senado quitar
las estatuas de Antonio, anuló todos los honores que se
le habían concedido y decretó que en adelante ninguno
de la familia de los Antonios pudiera tener el nombre de Marco.
Por este medió parece que una superior providencia reservó
para la casa de Cicerón el fin del castigo de Antonio.
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